jueves, junio 09, 2005

Un cuento Tolkiendil

Elfo en la Oscuridad
(Renacimiento a la Luz)



Fue en ese instante que comenzó a recordar quién era él. Durante mucho tiempo ahí tendido no pensó en otra cosa que no fuera el dolor. Gritaba su tormento en esa detestable lengua que por mucho tiempo creyó suya y empezó a tener visiones de si mismo en otro tiempo y otro lugar. Es muy cierto eso que dicen, que cuando estás muriendo vuelves a ver tu vida como una secuencia desde el final hacía el comienzo... el principio.

Pasó hace mucho tiempo cuando el mundo aún era joven, antes de los cataclismos y de la oscuridad total. Aunque la mayor parte de su vida transcurrió en la oscuridad y el dolor, ahora pensaba que muchas veces había deseado poder tener otra vida. Despertó a la luz de las estrellas junto a la laguna de Cuiviénen en el tiempo que los valar esperaban la aparición de los eldar. Fue de los primeros nacidos, los llamados hijos mayores de Ilúvatar. Por ese entonces se llamaba Elennar, fuego de las estrellas. Ahora, después de mucho tiempo podía recordar la dulce mirada de Oromë aquella vez que los conoció. Tenía una expresión iluminada en su rostro que le hizo saber que no era aquel jinete oscuro del cual huían.

En aquellos primeros años Elennar fue atraído por el reflejo de la hermosa luz que venía del oeste. No era el único, muchos de los eldar sentían que el fuego interior los llamaba a aquella lejana y misteriosa tierra donde vivían los valar.

Se desposó siendo muy joven y antes que se dirigieran a Valinor, Earwen su esposa tuvo un hijo. Lo ayudó a nacer y lo primero que se fijó en él fue su semblante como un fuego vivo brillando en sus ojos. No tendría el fuego que tuvo Fëanor pero se le notaba desde el primer momento una gran fortaleza de espíritu... un semblante que Elennar siempre tendría en su mente. Su primera mirada se la dedicó a él y encontraron tanta afinidad en sus miradas uno en el otro que supo que sería enteramente feliz viéndolo crecer y amar el mundo perfecto que tenían ante ellos.

El día que Oromë los dirigía a Valinor se le ocurrió dar una última mirada a la luz de las estrellas cerca del Cuiviénen cuando escuchó una voz que le llamaba:
- Elennar, he esperado por ti. Ven a mi

Sabía que debía alejarse, irse con los suyos, seguir la senda al oeste, pero en ese entonces no conocía los peligros que con el tiempo llegó a ver. La voz se hacía cada vez más cercana y más dulce conforme se internaba en el bosque.
- Elennar.... Elennar.

Definitivamente no estaba solo. La alegría se trastocó en temor. Sintió una presencia extraña que lo rodeaba por completo, un manto de la más fría oscuridad que nunca antes percibió. Aquella sería la última vez en mucho tiempo que vería la luz de las estrellas. Luego de eso sólo podía recordar el dolor, el fuego y los látigos. Las fraguas, la sangre y el odio. Odio por sí mismo, odio por el verdugo, odio por el creador que lo hizo para padecer aquel suplicio.

Atrás quedarían los suaves lechos de hierba. Ahora su hogar era un asqueroso calabozo. Su lengua también cambiaba, era más gutural, balbuceaba en vez de hablar, gritaba, se hacía más y más violento y destructor. La historia los conocería como la raza más abominable de la Tierra Media: los orcos. Físicamente dejó de ser aquel elfo llamado Elennar que un día se aventuró solo lejos de alguna mirada protectora. Tenía heridas supurantes en el cuerpo y la cara. Enfermó muchas veces, adonde miraba sólo había suciedad y odio. Por muchos años, más de lo que puedes imaginar su existencia fue poco menos que carroña de animal.

Fue capitán de ejércitos, si es que se le puede llamar así a lo que hacía. Probó el sabor de la sangre y de torturado pasó a torturador. Simplemente olvidó quién era ni cuál pudo ser su destino. Estaba en un torrente en que ya no podía pensar y del que no podía salir. Así transcurrió el tiempo. El mundo cambió dos veces. La oscuridad lo cubrió todo, los poderosos árboles de Valinor habían sido destruidos y las joyas bendecidas de Fëanor fueron robadas. Más adelante el poderoso amo oscuro cayo derrotado. Entonces él huyó con otros como él a las profundidades del mundo por muchos años hasta que un nuevo amo se alzó en guerra contra los habitantes de la Tierra Media y Mordor era la nueva sede del terror.

Se había creado una alianza entre los poderosos hombres de Númenor y los elfos. Fue una guerra sangrienta y particularmente él luchaba con un alto señor elfo durante mucho tiempo. Ya en una batalla anterior perdió un ojo lo cual daba a su aspecto un aire más atemorizante. Eso no hacía mella en su estilo de luchar. Él solo podía liquidar todo un ejercito de elfos y otro tanto de hombres. Peculiarmente este elfo con el que luchaba cuerpo a cuerpo era un hueso duro de roer como jamás había visto y se juró a si mismo acabar con él y colgar su cabeza en la puerta negra de Mordor a modo de escarnio para sus enemigos.

La lucha se hacía cada vez más larga y ambos no mostraban la más mínima señal de fatiga. Le asestó una o dos cuchilladas en el cuerpo. Ese elfo parecía hecho de piedra, muy diferente de otros con quienes había luchado en el pasado y acabó matando.

En un momento de la lucha le dio un certero corte de espada en el brazo al elfo que lo hizo trastabillar. Cuando saboreaba el éxito sumamente confiado, el otro se levantó de súbito y hundió su espada en su cuerpo. Sintió un desvanecimiento al tiempo que lo miraba con la mayor de las furias. No hay duda que si el odio de las miradas pudiera matar, ese elfo habría reventado frente a él.

Tendido en tierra esperaba el remate final que pusiera fin a sus días. Los orcos no son muy diferentes a los elfos. Había algo en este elfo que lo hacía igual a él. Pensó que podía ser sadismo el verlo agonizar... pero no. Había algo más ahí. Lo sabía. A pesar de todo el tiempo pasado no podía negar la realidad que tenía frente a él.

Había despertado un paso antes de morir. Recordó su vida, su primera juventud los años perdidos sumidos en la oscuridad y el tormento. Recordó a su hijo al cual jamás le dio un nombre, hijo de su adorada Earwen. Tan igual y ahora tan diferente a él. Le dedicó su primera mirada y ahora frente a él le dedicaba la última suya. Como aquella vez hubo la misma afinidad y ambos se reconocieron en ese instante. No vio crecer a su hijo sin embargo se llenó de orgullo ver el poderoso alto elfo en que se convirtió. El odio abandonó su cuerpo y una vez más sintió dentro de si el calor de hogar que sintió la primera vez que vio la luz de los árboles en el horizonte del lejano oeste.

Recibió el mejor don que pudo pedir. Oyó una voz en su interior que le decía que era uno de los primeros nacidos, que se le concede el perdón y la posibilidad de esperar por su hijo en las Estancias de Mandos donde podría reunirse nuevamente con su amada Earwen.

Era claro que ya el odio no gobierna su existencia en su último hálito, porque lloraba. Pero aquellas lágrimas no eran de frustración por el enemigo que lo había derrotado. No. Eran de agradecimiento al hijo que lo había liberado liberado. Respiró profundamente al tiempo que su hijo acariciaba su áspera frente y pronunció en la antigua y hermosa lengua de los elfos tan claro como podía “Adiós hijo mío”.

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